Juan Zorrilla de San Martín

TABARÉ

INTRODUCCIÓN
[…]
II

Vosotros, los que amáis los imposibles;
los que vivís la vida de la idea;
los que sabéis de ignotas muchedumbres,
que los espacios infinitos pueblan,

y de esos seres que entran en las almas,
y mensajes obscuros les revelan,
desabrochan las flores en el campo,
y encienden en el cielo las estrellas;

los que escucháis quejidos y palabras
en el triste rumor de la hoja seca,
y algo más que la idea del invierno,
próximo y frío, a vuestra mente llega,

al mirar que los vientos otoñales
los árboles desnudan, y los dejan
ateridos, inmóviles, deformes,
como esqueletos de hermosuras muertas,

seguidme, hasta saber de esas historias
que el mar, y el cielo, y el dolor nos cuentan;
que narran el ombú de nuestras lomas,
el verde canelón de las riberas,

la palma centenaria, el camalote,
el ñandubay, los talas y las ceibas:
la historia de la sangre de un desierto,
la triste historia de una rama muerta.
[…]

LIBRO PRIMERO
CANTO PRIMERO
I

El Uruguay y el Plata
vivían su salvaje primavera;
la sonrisa de Dios, de que nacieron,
aun palpita en las aguas y en las selvas;

aun viste al espinillo
su amarillo tipoy; aun en la yerba
engendra los vapores temblorosos,
y a la calandria en el ombú despierta;

aun dibuja misterios
en el mburucuya de las riberas,
anuncia el día, y, por la tarde, enciende
su último beso en la primera estrella;

aun alienta en el viento
que cimbra blandamente las palmeras,
% que remece los juncos de la orilla,
y las hebras del sauce balancea;

y hasta el río dormido
baja, en el rayo de las lunas llenas,
para enhebrar diamantes en las olas,
y resbalar o retorcerse en ellas.
[…]

IV
Tú, como el algarrobo,
sueño das a beber;
y das la sombra hermosa que envenena,
como el ahué.

Yo, temiendo tu sombra,
tiemblo y huyo de ti,
y tú, en el despertar de mis memorias,

vas tras de mí.

Mis nervios, que eran fuertes,
fuertes cual ñandubay,
blandos como el retoño más temprano

del ombú están. . .

No ha pasado una luna
después que yo te vi . . .
¡Mira cómo está enfermo el indio bravo,
sólo por ti!»
[…]

CANTO QUINTO
I

Desléida en las tintas de la aurora,
se ha disuelto la luz de las estrellas;

la risa de los cielos
ha despertado el himno de la tierra.

El ombú, solitario de las lomas,
la copa verde apenas balancea;

el sauce besa al río,
y el talle esbelto cimbran las palmeras.

El carnoso ropaje verdinegro
sacude el canelón de las riberas;

la flor del camalote,
morada y blanca, en la corriente juega.
[…]

CANTO SEGUNDO
I

¿Quién grita, por allá, que tiembla el bosque,

y hasta los aires tiemblan?
Un vago resplandor, allá a lo lejos,
sobre el obscuro cielo se proyecta;

destaca el bosquecillo, cuyas formas

vacilantes revela,
y alumbra aquel ombú que, solo y negro,
está en pie, durmiendo en una cuesta.

Parece que se mueven un instante

las lomas soñolientas
que en la turbada obscuridad estaban,
y que asoman por entre las tinieblas.
[…]

XII

El viento se ha calmado; algunas voces,

en medio a la incoherencia
de la grita salvaje, con esfuerzo
acaso se comprendan.

Oíd a esos que cruzan: sus palabras

claras allí resuenan;
también a aquellos, que, con duros gestos,
amenazando el aire vociferan:

— ¡Ahú! ¡Dejad al muerto!
¡Dejad al tubkhá?
¿Por qué sopláis las llamas de sus fuegos?
¡Dejad al muerto, Añang!

— ¡No le cerréis los ojos!
— ¡Ahú! ¡ahú! ¡ahú!
— ¿Sentís ladrar las sombras que han salido
del tronco del ombú?
[…]

CANTO SEXTO
I

El sol va descendiendo lentamente,

y sus rayos oblicuos,
como ligeros seres, embozados
en diáfanos cendales amarillos,

van y vienen, flotando entre los árboles,

se bañan en el río,
se arrastran por el campo o, escondiendo
el rastro de su vuelo fugitivo,

van a posarse en el ombú lejano,

a cuyo lado mismo
el urunday } envuelto en los vapores,
duerme en la sombra el sueño vespertino.
[…]

II

Sólo sobre una loma, separado

del bosque de espinillos,
está un ombú, de los que allí parecen
para medir la soledad nacidos.

En el tronco del árbol apoyado,
de pie, mudo y sombrío,
los brazos sobre el pomo del montante,
y con los ojos en el suelo fijos,

Don Gonzalo de Orgaz, que todo el bosque

en vano ha recorrido,
y ha traspuesto las lomas y barrancas,
sin hallar de su hermana ni un vestigio;

que, recién apagadas, las hogueras
del bosque vio, junto al cadáver frío
del indio viejo, cual si viera el lecho
que el tigre acaba de dejar, aun tibio,

con la noche en el alma y en la frente,

comprime de su espíritu
la tempestad siniestra, que se arrastra
de su ira y su dolor en el abismo.
[…]

Fuente

 

 

ENSAYOS. El SERMÓN DE LA PAZ

[…]

Hay entre esos mis árboles algunos de singular mérito; los ombúes que allí tengo, por ejemplo, ocho o diez, son magníficos. El ombú, dicho sea de paso, es el árbol que yo prefiero, no sólo por ser el que con más pasión se abraza a su madre, y madre mía, la tierra en que ambos nacimos; no sólo por su opulenta forma, sino porque no se come; no despierta apetitos; no es maderable; ni siquiera sirve para el fuego, Pero nos
da sombra, el mejor fruto del sol. Nuestro mejor amigo: sombra.
[… ]

CAPITULO I
CONTENTO… CONTINENCIA

I

Este italiano Guillermo Perrero, gran escritor, por cierto, que leo en estos momentos a la sombra de mis ombúes, dice lo que yo ahora pienso y quiero decir, precisamente, como epílogo de este mi sermón de paz.
Y no hay por qué me esfuerce en expresarlo en forma distinta de la suya, pues no lo diría mejor, ni tan bien. Hay casos en que la misma discrepancia de opiniones en ciertos detalles, suele hacer más penetrante la expresión de la común verdad. Y éste es uno de ellos; éste es el caso.

[…] ¡Cómo vuelan! decía Bernardino de Saint Fierre,.. ¡El metro! ¿Pero acaso esto tiene metros, Dios mío? ¿Es esto realmente un loteo que haya de completarse quitando el suyo al vecino? Nada de todo esto es mío, pues, desde que tiene precio; nada de esto; lo mío no tiene precio. Aquel ingrato amigo no había estado observando, como yo lo creía, ni el ombú que estaba a su lado, con el último toque de sol gratuito, ni el horizonte de cobre enrojecido, ni siquiera el mar; había advertido que por allí se había hecho, no por culpa mía, ciertamente, una rambla o avenida alquitranada por la que corría, a todo correr, un carruaje automóvil, entre una nube de bencina. Y que no tenía más objeto que el de adelantarse a otro carruaje, que, a su vez, sólo corría por correr, desaforado.

[…] Y allí, junto a nosotros, tocándonos la cara con las ramas, estaba un peral lleno de peras maduras, en forma de campana, que parecían naranjas, por la luz del sol poniente. El árbol, plantado por mí, uno de mis predilectos, me miró con la expresión de un inofensivo animal salvaje acabado de atrapar; me miró como si hubiera oído un disparo. Que también los árboles sienten el pánico, si los observamos. En poco estuvo
no lo experimentara yo mismo; sentí, cuando menos, algo como el efecto de una amenaza a mis ombúes sin valor, a mi casa de poco precio, guardada sólo por un perro compañero de mis nietos, a la puerta de log abuelos, de débil cerradura. Hubiera querido esconder todo aquello, ponerlo a salvo en otra parte, en otro rincón de mi tierra, con sus horizontes y sus gaviotas.

¡Oh las naciones grandes, las confederaciones fuertes, hijas del dios Pan, el que infunde los pánicos!

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