Serafín J. GARCÍA

BARRO Y SOL

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«En “los Mimbres” se notaba ese día un ajetreo poco común. Todo el mundo iba y venía ejecutando diversos menesteres. Los peones engrasaban sus lazos silbando o cambiando chanzas. Las sirvientas y agregadas, negras y mulatas en su mayoría, con sus vestidos de percal flamantes y sus lustrosas motas oliendo a “pachuli”, andaban de un lado a otro, limpiando trastos las unas, cebando mate dulce las otras, y retrucando todas con malicia a los zafados piropos que le dirigían los paisanos más “quiebras”.

Adentro, Angelita y Carlos “hacían sala” a las numerosas relaciones, invitadas especialmente al doble festejo –cumpleaños de la moza y petición de su mano— mientras que bajo el añoso y retorcido parral que sombreaba el patio, don Valerio y su media docena de compadres escupían y carajeaban animadamente, entre una espesa nube de humo y un picante olor a chala quemada. Un cimarrón “curuyero” pasaba de boca en boca su sabroso amargor. Y una botella de caña servía de “apretadora”.

Del horno salía un tibio y agradable vaho de pan caliente. La grasa chillaba en las sartenes donde se freían los tradicionales pasteles. Un poco más lejos, cerca del galpón grande, dos carneadores expertos cortaban los “con pelo” de una vaquillona recién sacrificada.

Sobre un corpulento ombú metía bulla una alegre bandada de chingolos, que habiendo olfateado el festín esperaba darse un hartazgo con los desperdicios. (…)

 

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(…)

Y enumeraba las travesuras urdidas por Poncianita contra Nicomedes, que “caiba” en cuanta trampa le preparaba la moza.

–Figuresé que en una ocasión, en el monte, lo hizo treparse a un guayabo ande había un camuatí muy forguiao, con el pretesto’e que le arrancase algunas frutas. Por supuesto: las avispas le dejaron la cara como pambazo. Y pa pior cuasi se despaleta de un golpe el enfeliz… Otra ves l’enyenó de hormigas menudas los jergones ande duerme, y el pobre tuvo que salir defavorido y zamparse en l’agua, porque los bichos le dieron una zurra que lo dejaron mormoso. D’esa güelta antduvo una porretada’e días con el cuerpo en ronchones….

Reía sonoramente, recordando la “diablura” y continuaba:

–Otra ocasión le atracó hojas de ombú en la caldera y lo tuvo tuita la siesta al trote, con un solazo que rajaba. Y hasta tuvo la cachaza una nochecita, de hacerlo meter el brazo en una cueva ande había visto ganarse un zorriyo…¡Dejuro! El abombao salió de ayí con una jedentina tan grande que hasta los perros lo andaban cuerpiando….

Y terminaba la exposición con su broma predilecta:

–Dicen qu’el qu’hereda no roba, y es la pura verdá. Yo tamién, cuando muchacho, juí muy afeto a las artes. Tá visto que la Ponciana salió al tata….

 

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(…)

Don Benjamín sabía a ciencia cierta que Antenora penaba por aquel mozo altanero, chúcaro y cerrado, a quien ninguno viera jamás reír, y cuya fuerza de seducción radicaba en el brillo acerado y subyugante de sus felinos ojos.

Sabía también que Jacinto no era insensible a los encantos de la muchacha. Más de una noche, cuando corrido del catre por las chinches o por el insomnio, fuera a pitar un cigarro bajo el ombú del patio, había visto una blanca y escurridiza figura de mujer, que saliendo del cuarto de la sirvienta se dirigía a la tapera, un rancho desvencijado, casi perdido entre el carquejal, y sobre el que pesaba una antigua leyenda de aparecidos.

Jacinto, demostrando no tener miedo a las ánimas, acostumbraba a dormir en la tapera. Por lo que al viejo no le cupo duda alguna acerca de la íntima relación que ligaba a la garrida paisanita con el huraño y hosco mocetón. Tampoco ignoraba que Carolino Medina, el capataz del establecimiento, sentía por Antenora una pasión vehementísima. Brutal y prepotente como era, acostrumbrado a hacer de la violencia su ley, no resultaba difícil prever la actitud que asumiría en caso de descubrir el desliz de la hembra apetecida.»

 

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