Eduardo ACEVEDO DÍAZ
BRENDA
CAPITULO VII ESTRELLA DE MAR
«Cuando Zelmar dejó a Raúl, bajó preocupado las gradas del vestíbulo, puso un pie en el estribo de su carruaje, y antes de subir hizo unas señas al cochero, que se acercó para recibir ciertas instrucciones en voz baja. En seguida el vehículo arrancó, rodando sin estrépito sobre un suelo de tierra firme.
Empezaban a cubrir todos los objetos las primeras sombras. El carruaje siguió por la calle de Cebollatí, vía despoblada y solitaria, apenas favorecida por algunos setos y ombúes ramoneados, hasta la de Santa Lucía, no menos triste y obscura, llena de huecos y sotos, terrenos incultos y de altas yerbas secas y amarillas.»
ACEVEDO DÍAZ, Eduardo.(1894) Brenda. Montevideo: Barreiro y Ramos.
DESDE EL TRONCO DE UN OMBÚ
«El cordero agonizaba en el valle. Bajó el águila azulada de la sierra, y le devoró uno de los ojos, el que miraba al cielo. Limpióse el pico curvo en la lana tenue, lanzó una nota estridente y remontóse de nuevo a los picachos. Otra águila le salió al encuentro, y se trabó la lucha. Algunas plumas cayeron al suelo. Luego se apartaron por distintos rumbos. En tanto, una oveja con gusano en el cerebro se acercó al cordero moribundo, y se puso a dar vueltas sin cesar ni descansar, con la cabeza airada y la colilla tiesa.
Cruza una carreta hacia el paso del arroyo tirada por ocho bueyes entre barrosos y yaguanés. El conductor viejo, montado en un cebruno flojo, va somnoliento. El criollito de ojos negros muy vivos, arrollado en el tronco de la lanza, le grita: ¡Taita, la zanja es honda! El viejo se endereza en el recado, rezongando: ¡vuelta güey! Pero el vehículo estaba a los bordes, y cayó a la zanja pantanosa. Maniobró la picana, se alzó la voz enérgica, y después de un vaivén enojoso, la carreta arrancó con las pinas crujiendo. El criollito silbó un triste, poniendo los dos pies desnudos en la lanza y las rodillas en el rostro. El viejo arrojó un terno entre un bostezo, y dijo: ¡siempre peludeando!
En tanto se abaten los negros tordos y los pechos amarillos en el cardizal ardiente, y asoma la gama su airosa cabecita entre las altas hierbas allá en el fondo del llano, como atenta a extraño ruido, relincha con imponente brío un semental criollo y se precipita en frenética carrera a la loma del flanco, que traspone en un segundo y vuelve en el acto con la crin ondulante y el copete encrespado arremolinando una tropilla de ventrudas, reacias al esquilón de la madrina. Ora enseñando los blancos dientes o dilatando las narices, ya enarcando el cuello o dando una corveta, compele a su grey y la lleva al trazo de gramilla; se para de súbito, arroja un pequeño gruñido felino, y se pone a pastar. De pronto, una de la grey se aleja demasiado de la ronda. El potro se pone en tres saltos junto a ella, y pagó caro el delito de insubordinación… La victima se doblega; y la madrina mira aquello con aire de idiota, tal vez cansada de esos caprichos y celos formidables.
Un poco apartado, cerca de un rancho pobre, muy negro y ya de paja incolora, una menor con la pollerita levantada y las rodillas al aire, parecía recoger huevos bajo las totoras. Seguíala un mastín con paso tardo y paciente. Cuando ella se detenía mucho en sus afanes, el perro se echaba. Luego, proseguían una y otro su marcha de rodeos. Algo debía haber encontrado, aunque fuesen huevecitos de ratonas, porque de vez en cuando se detenía como a contar lo que llevaba en el ahuchado del vestido. El perro, por esta vez. se le había alejado un poco y olfateaba. De pronto delante de la niña, de una mata espesa, salió corriendo un lagarto gris verdoso. Cerca había una sombra de toro, una de tantas avanzadas del bosque contra el pampero, y a él se dirigió el reptil con su apéndice en alto. Allí estaba la cueva. La menor dejó caer toda su carga, y se lanzó tras él con pasmosa rapidez, pero no tanto que no llegara al mismo tiempo que el mastín, bulto enorme a su lado. El lagarto, en un tropiezo sin duda perdió ventaja, pues aunque ya con todo el cuerpo en el escondrijo, fue asido de la cola por la pequeña. El perro coadyuvó sin pérdida de segundo, y mordió en el tronco. La criolla se quedó con el apéndice en las manos, que se retorcía como una culebra. Fuese riendo, con las greñas en las mejillas. El mastín la siguió breves pasos; se detuvo; volvió sobre ellos, como avergonzado. olió largo rato al pie del árbol; introdujo pane del hocico en la covacha, movió de uno a otro lado la cola; y al fin se acostó frente a ella. con la cabeza entre los remos y los ojos fijos en el mísero hogar de la presa mutilada y perdida.
Una banda pequeña de ñandúes cruza por el médano que está a media cuadra del paso del arroyo, y a un costado del camino. El médano es un reducido círculo amarilloso en medio de dilatadas verduras, y en su centro mismo hay algunos arazaes y malezas solitarias, como si la costra fecunda del subsuelo protestara contra la aridez de las arenas. Los ñandúes marchan tranquilos. Pero, de improviso, dos o tres levantan a modo de árganas los alones mostrando el abrigo interno blanco como la espuma, y emprenden a saltos la fuga. Las demás corredoras se separan del sitio por opuestas direcciones, y alguna brinca con los pies juntos, cual si el peligro no diera tiempo a desplegar los nutridos plumeros. Más de una víbora de la cruz. dormitando en la arena caliente, que empolla el huevo del yacaré, ha alzado su chata cabeza y vibrado la lengüeta, al sitio melancólico de esas aves hijas del cuma, tan similares en sus hábitos de libertad salvaje a los del primitivo gaucho vagabundo.
Se van muy lejos, y el sol se acuesta. Las sombras bajan al valle. La noche, una noche límpida, serena, de inmensos doseles azules tachonados de solos infinitos, trae con su majestad solemne el don de la calma, del silencio y del reposo que esparce en las sierras y en los llanos con sus luces y rocíos. Los grandes rumores han cesado. Los que se perciben no perturban: bajo diapasón de patos silvestres, tertulias de gallaretas, aleteos entre el ramaje, y el armonioso acento del zorzal, que se alza como un himno a las estrellas, vibrante en los aires, llena de dulce encanto los ribazos sombríos.»
ACEVEDO DÍAZ, Eduardo. (1902) Desde el tronco del ombú. Periódico: El nacional.
GRITO DE GLORIA
«[…] Desde sus ladroneras de palma o de guayabo, cuando no del ombú gigante de una isleta, observaban anhelosas cómo la avalancha crecía y rodaba con estruendo, a la manera que se desprenden, chocan y precipitan los peñascos de la cumbre de los cerros poniendo en fuga a las piaras bravías; como cruzaban a escape los destacamentos arrollandos las puntas del ganado que había huído del rodeo, o alguna masa compacta de fieros novillos que en rapidísimo arranque se azotaba el arroyo en brincos tremendos sin hollar el ribazo, para hundirse en los “rincones” del bosque en cuyos senos oscuros se esparcía como una ola bramadora. […] pag.9
[…] La región del norte estaba desierta, con sus lomadas y valles vestidos de esmeralda inundados de luz. Algunos animales se destacaban como puntos negros en los declives o junto a los hilos de agua que doraba el sol con vivos reflejos. A trechos, algunos ombúes despojados de follaje en las copas, pero anchos, y ramosos en su medio, se elevaban a grande altura en parejas solitarias, como mudos centinelas indígenas enclavados al frente de las viejas almenas. […] pag.56
[…] El invierno era riguroso, aunque ya corría a su término; y a su influjo el campo presentaba un aspecto de profunda tristeza con su extenso tapiz cubierto de cardizales del color de la escarcha que retoñaban fecundos al pie de los que había secado el último estío. […] pag.102
[…] Los ágaves exóticos comenzaban a largar sus pitacos gruesos y enhiestos de un morado y verde sombrío, aún sin anteras y liseras, orillando las tierras arables con sus anchas y múltiples hojas de agudos pinchos. Destacábanse en esqueleto los “ombúes” descubriendo a la vista todo su tronco robusto, y formando contraste el amarillo claro de su ruda corteza con el verde sin fin de la hierbas. […] pag. 121
[…] En tanto don Anacleto acercaba la yesca a una cola que se había sacado detrás de la oreja, añadió a lo dicho gravemente:
–Como le iba rilacionando, nunca tuve vertud para el casorio. Siempre fui solito como ombú en despoblao. Y no es que mozas muy garridas no quieran arrocinarme, sino que era grande la armada. ¡De balde paisano! a saltitos les hacía la cruz. ¡Para otros ese quiveve! […] pag.121
[…] Al lado opuesto, pero más lejos, divisábase otro grupo próximo a un ombú que alzaba su redonda copa sobre las colinas dominando el campo a gran distancia. […] pag.232
[…] Ha mandado que naides deje los “ranchos” sino a hora de siempre…La gente que está en el “playo” vino de la guardia del ombú, y la hizo apearse hasta la mañanita. […] pag.251
[…] Así que divisó a Cuaró, hízole llegar a Oribe, y dijole:
–Queda usted encargado de llevar a este preso al cuartel general, y desde ahora está bajo su vigilancia. Descanso en usted, teniente.
Cuaró oyó sin pestañear la orden; y volviendo a montar dijo muy gravemente a Calderón:
–Endilgá el roano a aquél ombú que se empina en la loma, al pasito no más….
El preso siguió en la dirección indicada, pasivo y silencioso.[…]» pag. 259
ACEVEDO DÍAZ, Eduardo.(1894) Grito de Gloria. Montevideo: Barreiro y Ramos.
ISMAEL
«[…] Al día siguiente muy temprano, aparecióse en la cocina de la estancia con las ropas bien húmedas, el pelo mojado, las botas de potro salpicadas de barro, ojeroso y somnoliento. Ardía un buen fuego. Felisa, madrugadora como el gallo criollo que cantaba en el ombú al asomar la mañana, lo vió apearse y ocurriósele entonces que tenía que ir por agua caliente a la cocina. Estaba ésta llena de humo espeso, y sólo se percibían entre sus volutas las rodillas de Ismael sentado a orillas del fogón en una cabeza de vaca. […] pag. 70
[…] A esta familia de centauros reácios á la obediencia pasiva que iba creciendo y ajigantándose en la soledad, como los < ombúes > en el desierto, pertenecía el gaucho membrudo y altanero de la invernada del Rincón del Rey. […] pag.90
[…] Y entraba á robarla. – Bién montado, se acercaba de noche al rancho, apeábase á poca distancia asegurando el < pingo > en el palenque ó al pié de un < ombú>; ladino y sagáz aguardaba que la muchacha se entrase á la cocina, y después arremetía allí haciendo sonar las espuelas, la mano en el mango del facón y el gesto iracundo. […] pag.121
[…] El capatáz ensartaba en grandes asadores la carne de los novillos; y los colocaba enseguida junto á dos grandes fogones, encendidos á pocos pasos de un < ombú > jigantesco.
Bajo este árbol indígena, dos guitarristas de uñas como garras y enruladas melenas templaban sus instrumentos, mortificando cuerdas y clavijas; y á su frente, agitándose en círculos, ó deteniéndose de súbito para volver á jadear, – canturreando décimas, – se refregaban algunos mancebos de calzoncillo cribado por el mero gusto de hacer trinar las lloronas. […] pag.149
[…] El capataz se movía en tanto de un lado á otro, con una actividad vertiginosa apresurando la merienda. Las mujeres atendían los pasteles y los peones los asados, á los que daban las últimas vueltas a las brasas, ya bién en punto y goteando grasa color de oro.
En una de esas inspecciones, el capatáz cogió un asador y lo tendió para que una moza arremangada, y de brazo tan tostado como la carne con pelo, echase la salmuera; cupóse luego los dedos, y dijo:
-¡ Lindo no más! Ayasito se ha de yantar.
Y señaló el lado de sombra opuesto del ombú. […] pag.150
[…] Brillaba el sol de las diez, puro y radiante, cuando Perico clavó el primer asador á la sombra del < ombú >, gritando á un mulato de cabellera crespa, negra y espesa como un matorral, que revolvía en sus manos un sobre-costillar jugoso y caliente:
– Eh, muleque! Trujiste el panbazo? Mové esas tabas, mulete! …. […] pag.152
[…] El bullicio entonces, tomó creces. Perico iba á bailar, y la fiesta sería completa. La <caña> de las botas, libada en abundancia, había enardecido todos los cerebros. Se reía, se vivaba, se corría, se <escarceaba> y ensayábanse figuras y pasos con castañeteo de dedos y trinar de espuelas, en tanto los guitarristas á la vóz de prevención se reunían bajo el <ombú> probando las cuerdas y armonizando los tonos, con sus sombreros de <panza de burro > en la nuca y el barboquejo en la nariz, los rostros húmedos, brillantes los ojos, entreabiertos los lábios al tarareo de los aires criollos, – todo bajo una atmósfera de luz y un cielo apacible apénas moteado aquí y acullá por pequeñas nubes de blancura intensa. […] pag.154
[…] Debajo del <ombú>, rodeando su ancho tronco en forma de pabellón, se habían colocado varias lanzas de moharra triangular las unas, obra de un herrero de Mercedes, de hojas de tijeras de esquila, medias lunas de desjarretar y largos clavos cuadrangulares las otras, enastados en cañas duras ó en récias varas de guayabos, ostentando algunas banderolas tricolores á fajas rojas, blancas y azules. […] pg.163a
[…] Las mujeres se lanzaron fuera, mozas y viejas, oprimiéndose entre sí, estrujándose y haciendo al fin compacto pelotón en torno del ombú, arrebujadas apénas algunas de ellas y todas con las cabelleras sueltas, desencajadas, temblorosas, escudriñando los detalles del cuadro que se ofrecía á su vista.
¡Parecía soplar un viento de tormenta!
Las medias tintas crepusculares cedían su puesto á los resplandores de la aurora, que esparcía por campos y bosques su luz suave y tibia. […] pag.163
[…] Al hacer su relato en jerga campesina, el viejo domador decía que esa noche ya á canto de gallo, por abajo de los <ombúes> dónde estaban la abuela y Tristán Hermosa, se enlucernó la sombra con las <ánimas benditas>, y que del fondo del campo por atrás de las cuchillas que caían al monte, venían los ahullidos de un animal extraño, que se acercaba y se alejaba, cómo si no se atreviese á llegar á las <casas>.
La negra imbécil añadía que era “un ánima” con cabeza de perro, grande como un buey, la que ella vió desde la enramada. […]» pag.242
ACEVEDO DÍAZ, Eduardo (1888). Ismael. Buenos Aires: Tribuna nacional.
NATIVA
«[…] Don Luciano lo observaba todo desde los “ombúes”, a cuya sombra agradable se habían agrupado sus hijas con Guadalupe.
Nereo y Calderón, acompañados de otros, de pie junto a la enramada y con los “mates” en las manos, aplaudían a voces los quiebros del negro sobre los lomos, acercándose de vez en cuando para examinar en detalle el cuerpo del oscuro que hipaba sin descanso, y hacer alguna observación pericial acerca del estado del “recado” o de las piernas y la boca mismas del potro, a fin de prevenir “no quedase mañero”, ya fuera por “manquera”, ya por “blandura […] pag.39
[…] Al final estaba Esteban de su faena, y muy entretenidos todos en mirarlo, cuando un joven jinete apeándose a un flanco de la huerta, adelantóse con buen talante y aire desenvuelto a saludar a don Luciano; quien al divisarle dijo con su proverbial sencillez :
-Ahí viene el amigo Berón.
¿Cómo va esa lisiada?….Ya lo veo caminando firme y de lindo color. Alléguese… aquí estamos que no perdemos ojo en ese potrillo que jinetea su negro….
Acercóse el joven, sonriéndose, y dio la mano afectuoso, al hacendado.
-Cada vez mejor, señor Robledo -contestó-. Agradezco….
-Estas son mis hijas, que usted ve, Natalia y Dorila….
Saludólas Berón con un gesto expresivo, que parecía significar: ya sé, y algo les debo.
Guadalupe puso los ojos en blanco recostándose en el ancho tronco del segundo ombú. Relamíase los pulposos labios, en silencio.
Las hermanas mostráronse atentas. Bien se vislumbraba, sin embargo, que una y otra, -cada una según su temperamento-, había experimentado algo de sorpresa o emoción, a la vista del forastero. […] pag.40
[…] Y fue del seno de los bosques en los tiempos aciagos, que surgieron los caudillos más valientes, de la propia hechura del “matrero”, como exceso de savia de una naturaleza pródiga que daba el valor a los hombres en la misma medida que la audacia, por motivo igual que daba dureza y gigantesca talla al ombú, al guayabo y al “yatay”. ¡ Eran todos frutos del clima y prole del “pampero”! […] pag.91
[…] Por un fenómeno natural en los temperamentos fuertes, nacidos para la lucha, sintióse con más ánimo -aún en medio de la duda- para perseverar en la empresa; solo, sin ayuda de los poderosos, con esa fe profunda que no desmaya aun cuando cien hostilidades se opongan al intento. ¿Qué importaban los triunfos efímeros de las malas causas ante esa fibra que resiste todos los halagos y seducciones, como una protesta viril contra la cobardía y la traición? Al vibrar en su propio ser, bien sabía él que su dureza era natural en los que habían visto la luz bajo el mismo clima. Entonces su ideal era robusto como un ombú, porque era el ensueño del pago y la aspiración común de su tierra: -la libertad, en hombros de la soberbia nativa. ¡El porvenir pertenecía a los fuertes!. […] » pag.95
ACEVEDO DÍAZ, Eduardo (1964). Nativa. Montevideo: Ministerio de Instrucción Pública y Socual.