María Esther de MIGUEL

LOS QUE COMIMOS A SOLÍS

PAG 73

LA CASA GRANDE

I

La casa quedaba a la salida del pueblo, detrás del ombú grande y viejo, al final de la que llamábamos la calle ancha porque avanzaba como un río desbordado, con su casi cuadra y media de lado a lado, entre las casas pequeñas y chatas; primero, dividiendo el pueblo en dos y después perdiéndose, por un lado, entre los campos reverdecidos de lino y trigo, y por el otro, convertido en la carretera que llevaba a Gualeguaychú.

Quedaba detrás de ese ombú, al filo mismo del pueblo y como separándolo del campo ancho y abierto, liso y llano, apenas detenido por una y otra chacra que habían podido resistir, Dios sabe cómo, la invasión de los latifundios que reptando, arrasando alambrados y ranchos y majadas, llegaron a instalarse en los límites mismos de las casas. Allí, en el borde, estaba el ombú ancho y grande como un hongo enorme, o una sombrilla abierta, o una cabellera desplegada al viento desde el tronco rechoncho y maternal semejante al regazo de una vieja criolla. Allí, en el límite, en la frontera. Detrás estaba la casa. La casagrande.

[…]

Claro que siempre un límite preciso y fatal condicionaba y restringía nuestro arduo vagabundeo; pero era una frontera arbitrada no ya por mi tía, sino por todas las mujeres del poblado, confabuladas en la terca consigna: “Cuidadito con ir hasta el ombú”. Y el ombú entonces, o mejor, la casagrande que veíamos detrás de él, sirvió para decorar nuestras pesadillas o prestigiar, con su misterio, las multiplicadas anécdotas que la imaginación fraguaba.

La casagrande así fue el reducto de genios maléficos; o el lugar encantado en que las princesas lloraban su escondido infortunio, y ellos, los hombres queal caer la tarde, cuando ya la oscuridad diluía los rostros y borraba el perfil de las cosas, se internaban por la carretera, eran caballeros intrépidos y valientes que intentaban alguna misteriosa liberación.

[…]

III

Desde aquí veo el ombú, casi hueco de puro viejo, a la salida del pueblo, al final de la calle ancha, aunque ahora ya está asfaltada y lleva el nombre de un prócer importante; pero corre igual, con su casi cuadra y media de lado a lado, como un río desbordado, entre las casas que siguen siendo pequeñas y chatas; y como siempre, primero divide el pueblo en dos, y después se pierde, por un lado, entre los campos reverdecidos de lino y trigo, y por el otro, convertido en una lenta y perezosa cuchilla, en la carretera grande, la que lleva a Gualeguaychú.

La veo ahora desde aquí, desde el otro lado del ombú, al que antes, de chicos -¡Dios mío, hace ya tanto tiempo!- nos estaba vedado llegar. Desde aquí, también oigo las conversaciones de los peones que van y vienen plantando los árboles, pintando la casa, apuntalando ventanas y paredes. Son don Roque, el Juan, el muchacho de la Rosa, el rengo Guzmán, el turco don Tufic…[…]

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