Hilario ASCASUBI

PAULINO LUCERO

CARTA ENSILGADA QUE LE ESCRIBIÓ EL GAUCHO JUAN DE DIOS CHANÁ, SOLDADO DE LA ESCOLTA DEL GENERAL RIVERA PARA DON ANTONIO TIER, MINISTRO QUE FUE DE LA CIUDAD DE FRANCIA EN 1840

[…]

Ahí no más nos embarcó
un oficial en el bote,
que se llamaba el canote,
y echando diablos salió,
hasta que fue y sujetó
allá en el medio del río,
junto a un barco, ¡Cristo mío!,
morrudo como un galpón,
y que era una confusión
de cañones y gentío.
Montó al bordo el oficial
cuanto tocaron el pito,
y de subir al ratito
a mí me hicieron señal:
yo me le prendí a un torzal
que a una escalera colgaba;
porque, amigo, se me andaba
la cabeza dando güeltas,
y aun las entrañas revueltas
sentía cuando trepaba.

Luego de estar embarcaos
subió la marinería,
le aflojó la velería,
y el barco salió a dos laos.
Me acuerdo que bien delgaos
hicimos esa cruzada,
pues toda la paisanada,
cuanto el barco corcovió,
a vomitar comenzó
y a quedar despatarrada.

Viera al barco, ¡Virgen mía!,
¡correr con el ventarrón,
crujiendo la tablazón,
chiflando la cuerdería!
Mesmamente parecía,
al disparar tan ligero,
nube que arrea el pampero
cuando zumba, y de allá lejos
trai a los ombuses viejos
dando güeltas de carnero.

París, Imprenta de Paul Dupont, 1872

ANICETO EL GALLO

DIÁLOGO

Que tuvieron en el Cuartel del Retiro el día 30 de mayo último, entre el paisano Salvador Ceballos recién pasao del campo enemigo, y Anselino Alarcón, soldao de la guerrilla de caballería del mayor Vila

[…]
CEBALLOS
[…]

Tras del humo de Caseros
vino a Palermo bufando,
y al otro día no más
entró a matar a lo diablo
a los pobres prisioneros,
sin reparar el grado,
y haciendo tirar los muertos
de carnada a los caranchos:
y para aterrar al pueblo
que acudía voluntario
a ver al libertador,
y aplaudirlo y contemplarlo,
en la entrada de Palermo
ordenó poner colgados
a dos hombres infelices,
que después de afusilados
los suspendió en los ombuses,
hasta que de allí a pedazos
se cayeron de podridos
y los comieron los chanchos.

Luego… empezó a señalar
de salvajes Unitarios
de Porteños damadogos,
de Federales bellacos,
de Cordobeses piojosos,
de Gringos desvergonzados,
y a meter fuego y cizaña
entre todos los paisanos…
que de nombres y partidos
ya se habían olvidao.

Luego… en moneda atrapó
trece millones del Banco,
y de a doscientos mil pesos
les largaba a sus ahijados,
como ese tal Tragaldaba
a quien le había aflojao
cincuenta mil antes de eso,
porque le andaba orejiando.

París, Imprenta de Paul Dupont, 1872

 

SANTOS VEGA O LOS MELLIZOS DE LA FLOR.
Rasgos dramáticos de la vida del gaucho en las campañas y praderas de la República Argentina

CAPÍTULO IX
La estancia de la flor. -El ombú. -El Pampero. -El río salado

Ahora un camino distinto
tomará mi relación,
supuesto que de la estancia
tan sólo la situación
he dicho, y nada tocante
a su linda población;
que al fin la Indiada salvaje
a sangre y fuego arrasó,
un día que felizmente
doña Estrella y el patrón,
por hallarse en otra parte,
no perecieron los dos.

Coronaba aquella loma,
referida en lo anterior,
un ombú, del cual decían
hombres más viejos que yo,
que más de cien primaveras
florido reverdeció,
desafiando tempestades
con altiva presunción,
hasta que, cuando más fuerte
y arraigado se creyó,
un huracán del pampero
de la loma lo arrancó,
y hasta el río del Salao
rebramando lo arrastró,
y ese río torrentoso,
en la mar lo sepultó.
Pues ese ombú, el más soberbio
que en esos campos se vio,
erguido se interponía
entre la tierra y el sol,
cubriendo de fresca sombra
a un inmenso caserón
de ochenta varas en cuadro,
trabajado con primor,
de adobe crudo, tejado,
y madera superior.

Todo el frente que habitaba
la familia del patrón,
del lado que hacia al campo
y de la banda exterior,
con arces de largo a largo
lo ceñía un corredor,
y también a un oratorio,
de lo lindo lo mejor.
Después, en los otros puntos
tenían colocación
una tahona, dos cocinas,
el granero y el galpón
del uso de la pionada;
y en seguida otro mayor
para apilar el cuerambre,
y en cierta separación
el sebo, la cerda y lana,
con toda ventilación.
De ahí, palomar y cochera,
y después la habitación
que ocupaba el mayordomo;
y al lado un cuarto menor
que guardaba un armamento
nuevito y de lo mejor.
Luego, otras piezas asiadas
donde metía el patrón
a las gentes de su agrado,
cuando era de precisión.

Además de eso, a la casa,
por si acaso, a precaución,
la rodeaba toda un foso
de cinco varas de anchor,
y profundo, de manera
que agua nunca le faltó.

Ansí, del lado de adentro,
de la zanja al rededor,
sauces coposos y eternos
ostentaban su verdor;
y álamos que hasta las nubes
se elevan por su altor,
hacían de aquella estancia
un palacio encantador.
Después de eso, una estacada
de ñandubay de mi flor,
tan pareja y tan fornida
que el poste más delgadón
no lo arrastraba una cuadra
el pingo más cinchador,
a todito el caserío
le servía de cordón,
dejando entre la estacada
y la paré un callejón
para andar holgadamente,
y pelear en la ocasión;
pues para eso en cada esquina
arriba de un albardón
como triángulo empedrao,
estaba listo un cañón;
y en la de junto al potrero
en vez de uno había dos,
defendiéndole la entrada.
Ansí no había temor,
encerrando allí la hacienda
en caso de una invasión
de los Pampas o Ranqueles,
que entonces daban terror,
pues en cada luna llena
caiban como nubarrón
a robar en las estancias,
y matar sin compasión,
quemando las poblaciones
entre algazara y furor.
Pero no facilitaban
en la estancia de la Flor,
donde, si se aparecían,
en levantando un portón
que hacía de puente al foso,
con toda satifaición
se les peleaba de adentro
como del fuerte mejor

Afuera estaba la chacra,
en tan linda situación,
que un arroyo la cercaba
para regarla mejor.

Luego, había tres corrales
de suficiente grandor
dos para hacienda vacuna
en los que sin opresión
cabía todo un rodeo
mansito y resuperior.
Después, el tercer corral
tan sólo se destinó
para encerrar las manadas,
que eran una bendición,
mucho mas la de retajo,
del esmero del patrón,
por la multitú de mulas
que esa manada le dio;
de modo que, año por año,
remitía una porción
para los pueblos de arriba:
trajín que lo enriqueció.
Luego, para la majada,
al ladito de un galpón
que cubría seis carretas,
un bote y un carretón,
dejando el chiquero aparte,
el corral se les formó;
y para cuidarla bien
ahi mesmo a la imediación
dormían los ovejeros,
cada perro como un lión
que toriaban al sentir
el más pequeño rumor.

Tal era la estancia grande
que don Faustino pobló,
conocida allá en su tiempo
por la Estancia de la Flor,
en cuyo sitio, hace poco,
há que un día estuve yo
contemplando una tapera
en triste desolación,
y un cardal sobre la loma,
de las raíces al redor
de aquel ombú portentoso
que huracán derribó…

[…]

Casa Editora de Jacobo Peuser. Argentina, 1893



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